Paqui Bazalo, la eterna reina de espadas
La malagueña conquistó el oro en los Juegos Paralímpicos de Barcelona’92, dos bronces por equipos en la Ciudad Condal y en Atlanta’96 y casi un centenar de medallas durante una década de carrera en esgrima en silla de ruedas.
Jesús Ortiz García
@JesusOrtizDXT
24 de julio de 2020, 14:00
Ataviada de blanco, con guantes ajados, una protección casera hecha con una garrafa de plástico bajo la chaquetilla y un armatoste de silla de ruedas, Paqui Bazalo dejó su huella en la historia del deporte español con un inesperado oro en los Juegos Paralímpicos de Barcelona’92. Menos de un año llevaba blandiendo la espada, pero armada de osadía dio la campanada. La primera medalla dorada de España en su deporte más antiguo. De la decepción de casi quedarse sin competir se pasó a la algazara al alcanzar la cima en el pabellón INEFC de Montjuic con un tocado inolvidable, el que abrió el camino a una brillante trayectoria en la esgrima.
De pequeña se quedaba embobada cuando un amigo ‘mosquetero’ le contaba sus aventuras empuñando las armas. “Era algo mágico, soñaba con poder practicarla, pero sabía que era imposible por mis problemas al caminar”, asegura. Nacida en Málaga hace 58 años y primogénita de 11 hermanos, con seis meses la epidemia de la poliomielitis le atacó. “Fue por culpa de una vacuna en mal estado, el virus me afectó a la pierna derecha. Tuve una infancia diferente, con muchas intervenciones quirúrgicas y visitas a hospitales, pero nunca me impidió dejar de soñar, mi familia no permitió que la enfermedad me limitase. El no puedo jamás lo contemplé, siempre tuve claro que mi discapacidad no está en la cabeza”, recalca.
En la barriada marinera de El Palo y abrazada por el calor de su gente, aquella joven pizpireta creció como una niña más, aunque tuvo que combatir episodios de discriminación marcados por prejuicios y estereotipos. “En la época escolar vives ese estigma porque los niños lo utilizaban como un insulto, pero no me afectaba tanto como a mis hermanas, que eran las que más lo sufrían. La coja tardaba más en ir a algún sitio, pero llegaba. Mi vida ha sido una lucha constante, a mí nadie me ha regalado nada”, zanja. El caprichoso destino unió a Paqui con el deporte con el que fantaseaba siendo una niña. Pero de forma diferente, sobre una silla de ruedas.
“Me acababan de operar, tenía 29 años y como era muy activa y coqueta, no quería engordar, así que decidí apuntarme a un curso de natación que ofrecían en el periódico. Cuando llamé, la persona que me atendió me propuso probar la esgrima, pero desconocía que existiese la modalidad adaptada. Emocionada llamé a mis padres, que creían que me estaban tomando el pelo”, relata. Era noviembre de 1991 y Antonio Marzal, que dirigía a la embrionaria selección española, le dio la bienvenida en los bajos del vetusto y emblemático pabellón de Ciudad Jardín, un reducto donde se cocieron medallas de gran valor. Allí, la malagueña cultivó la garra, la tenacidad, la coordinación, la concentración y también la amabilidad y el respeto por el adversario.
“No tenía ni ropa deportiva y un cuñado mío me prestó un chándal verde fosforito en el que cabían cuatro personas como yo. Me presenté con la pierna escayolada y cuando cogí la espada sentí que aquel era mi sitio”, confiesa. No tuvo un camino sencillo, le costó sudor aprender la técnica y tiró de ingenio para convivir con el dolor físico que se cobra la esgrima. “Los pinchazos me hacían daño porque los trajes no eran los adecuados, no teníamos material. Se me ocurrió recortar una garrafa de agua y mi abuela la forró con tela enguatada. Al llevarla para protegerme el pecho se me quitó el miedo, empecé a disfrutar y aprendí tan rápido que nadie lo podía imaginar”, explica.
De Ciudad Jardín a los Juegos
Apenas había comenzado a foguearse y debutó en un torneo nacional en Madrid con un bronce. Luego sorprendió en un par de campeonatos en Francia, donde su muñeca ya se movía rápida, firme y certera. Aquello le granjeó un puesto en el equipo nacional que se preparaba para la gran cita, los Juegos de Barcelona. En los siete meses de entrenamientos en el CAR de San Cugat su progresión fue meteórica. “Tuve la suerte de entrenar con los pentatletas olímpicos. El seleccionador español, que era el húngaro Bondi Kovats, me pulió enfrentándome con chicos que me machacaban. Hice mucha esgrima de precisión, eso me ayudó a ser rápida y explosiva”, relata.
Con aquella improvisada protección que su abuela hilvanó y “la tanqueta”, una pesada y desvencijada silla de ruedas de los años 60, la malagueña coronaría el Olimpo del deporte. No fue nada sencillo, unas horas antes las pasó canutas y casi se quedó sin competir: “Nos dieron una chaquetilla que llevaba una ‘E’ de España enorme en el pecho y la noche anterior, con la ayuda de voluntarios, estuvimos tapándola con típex y con pintura blanca con la que habían pintado los pasos de cebras de la villa olímpica. Antes de empezar la competición mi primera rival reclamó que iba con equipamiento no homologado y con una silla no oficial. Lo pasé fatal, me derrumbé y me puse a llorar”.
Tras un amago del equipo español de retirarse, los jueces le permitieron participar, pero aquel mal trago descolocó psicológicamente a la malagueña, que en la fase preliminar sumó una victoria y tres derrotas. En el cruce de cuartos se midió con la mejor esgrimista, la francesa Patricia Picot, a quien venció por 2-1 (5-6, 6-5 y 6-1). “Estaba tan indignada por lo que me habían hecho que pasé de la tristeza al coraje, saqué mi carácter y eso fue lo que me condujo hasta la final”, declara. En semifinales se deshizo de la italiana Laura Presutto y en la final le tocaba lidiar con la gala Josette Bourgain, campeona en Seúl’88 y con más de 15 años de experiencia en la esgrima. El combate no pudo tener más emoción, se llegó al tercer asalto y empatadas a cinco.
Con la muñeca anestesiada por una lesión y sudando a chorros bajo su máscara, Paqui miró al frente, buscó la mirada cómplice de Antonio Marzal, su maestro y dio el último tocado que le elevaba a lo más alto del podio. “El pabellón retumbó, la gente no paró de aplaudir. Fue un milagro, después de lo mal que lo había pasado, era una cuestión de honor y el pundonor fue lo que me hizo ganar el oro”, matiza. Casi sin tiempo para saborear la medalla llegó otro subidón con el bronce por equipos junto a Cristina Pérez y Gema Hassen-Bey. “Estábamos en inferioridad de condiciones porque no teníamos recursos, éramos una selección pobre, pero lo suplimos con valentía y orgullo”, añade.
“Antes éramos los grandes desconocidos, no les interesábamos a nadie y desde entonces teníamos nombres y apellidos. Los de Barcelona fueron los Juegos del corazón, la gente se volcó y se rompieron todas las barreras, la sociedad pudo comprobar que una ciudad se puede transformar para todas las personas. Una de las anécdotas que tengo es que el último día perdimos el vuelo porque estuvimos con un grupo de voluntarios que hicieron un ‘castellers’ para robar una bandera de la villa olímpica que la he tenido 20 años en mi despacho”, dice entre risas.
Casi un centenar de medallas
El oro le cambió la vida a la espadachina española, que en los años posteriores se labró un palmarés espectacular con 98 preseas entre campeonatos de España y torneos internacionales, destacando los tres bronces en su debut en un Mundial en 1994 en Hong Kong. “Allí pasé otra odisea, por culpa de la comida perdí 15 kilos, me deshidraté y sufrí un desvanecimiento antes de pelear por la medalla en espada individual. Mi arma se me había roto y un kuwaití me prestó la suya, que no estaba angulada para mi brazo. Cuando me llamaron por megafonía para competir, estaba en el suelo tirada sin poder moverme. El médico de la selección, que era acupuntor, me tocó una parte de las rodillas y las manos y me desperté. Nada más ganar el bronce volví a desmayarme”, cuenta la andaluza, que lideró el ranking mundial hasta 1995.
Un año después, en Atlanta’96 no pudo defender el título en su arma predilecta y fue octava tanto en espada como en florete. Su aportación fue clave en el bronce por equipos, con Pérez y Hassen-Bey, tras vencer con suspense a Italia (45-44). “Fue memorable, una medalla épica. Íbamos perdiendo de paliza, por 13 tocados y me tocó entrar a mí. Ese año había trabajado mucho la esgrima de precisión, estaba muy centrada y tenía claro que no podía regresar a España con las manos vacías. Los italianos ya se frotaban las manos, pero me crecí y apenas dejé puntuar a mi rival. Ha sido el combate que más he disfrutado, una remontada histórica que me supo a oro”, asevera Paqui, que tiene un mal recuerdo de aquellos Juegos, “los peores organizados. Los autobuses llegaban siempre tarde y pasamos mucha hambre, la comida era bazofia”.
Cuatro años más tarde, la tiradora malagueña viajó a Sídney para disputar sus terceros Juegos Paralímpicos, el escenario para su despedida. “Lo había ganado todo, cada vez se me hacía más duro, sacrifiqué mi vida personal por la esgrima, que era mi veneno, pero me apetecía hacer otras cosas”, aclara. Se llevó dos diplomas, aunque un accidente le privó de pelear por el podio en espada, donde fue novena: “El anclaje de la silla se rompió y salí volando, me partí el brazo. No fue el mejor adiós, pero acabé contenta, lo había todo”. Una vez retirada se dejó el alma para ayudar durante 13 años a otros deportistas a través del Plan Paralímpico en la Fundación Andalucía Olímpica.
Una labor que compatibilizó con la organización de la Conferencia Internacional sobre Deporte Adaptado en 2003, 2007 y 2011 y la impartición de charlas. En 2015 se adentró en la política municipal como concejala del Ayuntamiento de Málaga, cargo que dejó hace un par de años para luchar contra su síndrome post-polio que va mermando su capacidad funcional. “Era una oportunidad de devolver a los ciudadanos una parte de lo que había recibido, pero mi cuerpo dijo basta y tenía que cuidarme más. Eso sí, sigo vinculada al asesoramiento y gestión deportiva y abierta a colaborar con quien me necesite”, apostilla Paqui Bazalo, la eterna reina de espadas.