Miguel Carol, el deportista que redibujó su vida en el agua
Afectado por poliomielitis, el catalán fue un buen jugador y entrenador de waterpolo en los años 60 y 70 y también un pionero de la natación adaptada. Ganó dos medallas en los Juegos Paralímpicos de Tel Aviv’68.
Jesús Ortiz García
@JesusOrtizDXT
12 de mayo de 2020, 11:00
Sus primeras brazadas las dio en la playa del barrio marinero de L’Òstia y en la piscina del Club Natació Barceloneta. Miguel Carol Giménez se sumergió en el agua antes de aprender a andar, en la inmensidad azul se sentía libre. Prácticamente se crió en el mar, su hábitat natural, donde supo capear la adversidad desde que a los 18 meses el virus de la poliomielitis le dejase la pierna derecha paralizada. Aquello no fue óbice para disfrutar de su gran pasión: nadar. Rompió moldes tras jugar y ser un destacado entrenador en la élite del waterpolo, así como un pionero de la natación adaptada, logrando dos medallas en los Juegos Paralímpicos de Tel Aviv’68, las primeras de un deportista español.
“Un día mi madre iba a vestirme y no me aguanté de pie, caí al suelo. El médico dijo que no caminaría nunca más. Mi padre, que era obrero y trabajaba más horas que un reloj, me llevó al Hospital de Niños (Barcelona) y allí me hicieron radioterapia, transfusiones de sangre y rehabilitación en unos lavaderos donde hacía ejercicios. No funcionó”, relata. Nunca se sintió discriminado por la falta de movilidad, quizás por el esfuerzo complementario, la perseverancia, rectitud y el carácter indómito que fue adquiriendo de niño en un enclave que no escapaba de la pobreza y la marginalidad.
Vivían en 30 metros cuadrados en los llamados ‘Quarts de casa’ de la ciudad condal. “No teníamos ducha y mis padres se hicieron socios del Club Barceloneta para bañarnos allí. Había mucha miseria y éramos unos buscavidas. A veces en el mar nadaba entre basura y ratas porque no había canalización de aguas residuales. También me colaba en los baños de San Sebastián o Astillero haciendo agujeros en la arena. El agua era el medio donde mejor me desenvolvía, ahí no sentía ninguna limitación”, asevera. Con 12 años su familia cambió de domicilio y Miguel se enroló en el CN Poble Nou, en el que hizo sus primeros goles como jugador de waterpolo mientras lo alternaba con travesías largas.
“Llegué a jugar en Primera División, estaba totalmente integrado con el resto y la gente se sorprendía al verme. Desconocía el deporte adaptado hasta el día que quise sacarme el carné de conducir. Me asesoraron en la Asociación Nacional de Inválidos Civiles (ANIC), donde estaba Rita Granada -una de las primeras nadadoras paralímpicas– a la que conocía de la infancia. Me dijo que les hiciera el favor de representar al club en el campeonato de España en Madrid. Venía de entrenar con gente sin discapacidad y noté mucha diferencia, para mí fue violento, gané todas las pruebas que nadé”, recuerda.
Su talento no pasó desapercibido y fue convocado para acudir a Tel Aviv’68, los primeros Juegos Paralímpicos con participación española. Por aquel entonces, con la UE Horta, el catalán se fajaba con los mejores boyas en la Segunda División del waterpolo y trabajaba en Macosa, una de las primeras empresas nacionales de fabricación ferroviaria. “Me dejaron ir gracias a una carta que envió un político al director”, confiesa. Antes de viajar a Tierra Santa surgió otro inconveniente: “Había que ir uniformados y me dieron ropa usada, pero les dije que así no iba. Recibí un vale y acudí a la Sastrería Modelo, en la Rambla de Barcelona, donde me hicieron una chaqueta azul marino y un pantalón gris. Nos trataban como a unos pringados, éramos el culo del mundo”.
Nada más aterrizar en Israel, Miguel percibió el clima posbélico que reinaba en el país apenas un año después de la guerra de los Seis Días. “Con metralletas en mano los soldados entraron en el avión para pedirnos la documentación. Nos obligaron a ir en sillas de ruedas en la ceremonia de inauguración y yo jamás me había sentado en una. Y tuvimos la suerte de tener a una familia sefardí que hablaba castellano antiguo y nos hizo de cicerón. Visitamos varias ciudades y nos enseñaron todo el material armamentístico, misiles intactos, todo estaba militarizado”, rememora con precisión relojera.
En la villa los deportistas dormían en unos barracones separados por sexo y en camillas con colchones de paja. “Lo peor eran los mosquitos, teníamos que impregnarnos de alcohol para evitar picaduras. No eran las mejores condiciones, pero se hizo allí porque México, que acogió los Juegos Olímpicos ese año, rechazó organizar el evento paralímpico. Israel se ofreció porque le interesaba políticamente abrir el país al resto del mundo”, asegura. En la competición, Miguel brilló con una plata en 50 metros braza y un bronce en 100 braza, las primeras medallas españolas en unos Juegos junto a las dos platas de Carmen Riu. “No era consciente de que habíamos hecho historia. Les tengo mucho cariño, aún las guardo en casa y las miro de vez en cuando”, indica.
Pese a que su futuro se presumía alentador, su carrera como nadador apenas duró un par de años más. Le dio tiempo a ganar una plata en Stoke Mandeville -competición anual precursora de los Juegos Paralímpicos-, donde conoció al doctor Ludwig Guttmann, creador y alma mater del deporte adaptado. “Lo dejé en 1970 tras un torneo internacional en Barcelona entre España y Francia. Trabajaba, estudiaba peritaje industrial y era jugador del UE Horta, no podía con todo. Seguí vinculado al waterpolo, entrené al CN Badalona y luego al Sant Adrià, donde me dieron el premio al mejor entrenador catalán de 1977”, remata.
Poco antes, estando en Badalona fundó el Club Deportivo Bétulo, que fue un caladero de medallas paralímpicas: “Había muchos niños con discapacidad y decidí ayudarles en sus comienzos”. De allí salieron nadadores como Jordi Gotzens, Francisco Flores, Jordi Marí, Laura Tramuns, Sonia Guirado o Tania Cerdá. A algunos de ellos los dirigió en los Juegos de Seúl en 1988 como seleccionador. Fue su último servicio en la piscina. A sus 72 años Miguel Carol sigue unido al mar, lo contempla desde su casa en el pueblo costero de Santa Susana, siendo consciente de la huella que su constante ha dejado en la natación española.