Javier Conde, un gigante del tartán y del asfalto
El vizcaíno es un atleta irrepetible, campeón del mundo y de Europa, que logró siete oros y dos platas en cinco Juegos. Ha sido el único en correr maratones en todas las ciudades que son sedes olímpicas y paralímpicas.
Jesús Ortiz García
@JesusOrtizDXT
10 de agosto de 2020, 12:00
Nada estaba fuera de su alcance cuando se calzaba las zapatillas. Como conquistador que se abre paso entre la maleza en territorios inexplorados, Javier Conde gobernó con autoridad sobre el tartán, el asfalto y el campo a través durante más de una década entre los 90 y los primeros años del presente siglo. Nadie le hizo sombra. Siempre al límite y devorando kilómetros, sus piernas largas y zancadas prodigiosas lo ganaron todo en el atletismo, arrancando metales en cada prueba. Ganó tres oros europeos y fue 11 veces campeón del mundo en seis distancias diferentes en ruta, en pista y en cross. Entre sus lauros más valiosos, los siete oros y las dos platas que cosechó en cinco Juegos Paralímpicos.
De pequeño se le veía con un balón en los pies, pero no disfrutaba con el deporte colectivo. Dejó las botas de fútbol y decidió empezar a correr por las calles del municipio de Basauri (Vizcaya). Nacer con agenesia congénita degenerativa no fue un freno para aquel revoltoso niño. “Es una enfermedad que supone una dificultad añadida para correr, me falta musculación y fuerza en las extremidades superiores, no puedo estirar los brazos por la imposibilidad de movimiento en los codos y no tengo los pulgares en las dos manos. Era muy extrovertido y nunca me consideré diferente a los demás hasta la pubertad, donde tuve inseguridades. Conocía mis limitaciones y tuve que potenciar otras virtudes, siendo la velocidad una de ellas. Era muy rápido, lo aprendí al tener que huir tras una pelea. Éramos muy brutos”, dice entre risas.
Cuando ganó su primera carrera con cierta facilidad, ya no tuvo dudas sobre su inclinación deportiva. “Tenía 11 años y como mis padres me daban libertad, me planté solo en Aperribai (Galdácano), donde me llevé la victoria. No me quisieron dar el premio porque no vivía en aquel lugar, pero unos días después el organizador me entregó un trofeo que aún guardo con mucho cariño. A partir de entonces compraba cada domingo el periódico y miraba las carreras populares que había en las fiestas de los pueblos, pedía la paga y allí me iba a correr”, rememora.
La capacidad de sacrificio y superación que años más tarde le llevaron a la cumbre, las fraguó por las carreteras y los montes de Basauri. Allí cincelaba su talento y perseverancia con series infinitas esquivando coches. Con frío, lluvia o calor, siempre estaba ahí, como si formara parte del paisaje. Tuvo que esperar hasta los 27 años para su debut en atletismo adaptado. “En 1991 estaba corriendo en Burgos y un responsable de la Federación Española de Deportes para Discapacitados Físicos me dijo que tenía posibilidades de participar. Me estrené en una concentración en el Palacio de los Deportes de Oviedo y en agosto de ese año gané un Meeting en Barcelona, que servía de test de cara a los Juegos de 1992”, explica.
Póker de oros en Barcelona’92
Su bautismo en la cita magna que cambió el rumbo del movimiento paralímpico fue apoteósico. En la Ciudad Condal, un Javier Conde que desbordaba entusiasmo alcanzó el olimpo deportivo con un póker de oros (800, 1.500, 5.000 y 10.000 metros) y cinco récords del mundo. “Fueron los mejores de la historia, el momento más importante de mi vida atlética. Nos trataron como a reyes y lo que más me impactó fue ver riadas de gente que se dirigían a los estadios y pabellones. Competir delante de 40.000 personas era un privilegio y un depósito extra de energía que me permitía ir muy por encima de mis posibilidades”, asegura.
La primera pica que clavó en Montjuic fue en los 800 metros, prueba en la que superó por 20 centésimas al francés Patrice Gerges. “Era una carrera igualada y al escuchar al público gritar mi nombre me dio gasolina, volé en los últimos 100 metros. Fue emocionante dar una vuelta al estadio como si fuese un torero”, asevera. Sin tiempo para descansar le tocó lidiar con los 10.000 metros, distancia en la que 30 años después sigue conservando el récord del mundo (30:15.35) en la categoría T46. “Recuerdo que mi entrenador, José Ángel Insunza ‘Kaukli’, me dijo que fuese tranquilo, que intentase hacer una carrera táctica, pero no le hice caso. Veía a la gente de pie y haciendo la ola, eso me daba alas, no quería defraudarles”, reconoce.
El fondista vizcaíno, aupado por una hinchada enfervorecida, se sentía imparable. “Estaba tan concentrado en ganar, que un día quedé con mi familia para dar paseo por la ciudad y cuando llevaba 15 minutos les dije que me estaba distrayendo y regresé a la villa. Tenía claro que iba a los Juegos a darlo todo, no estaba de vacaciones”, afirma. En los días siguientes se vació en la pista para colgarse dos oros más en 1.500 y 5.000 metros. Su recital no se vio recompensado por un premio económico: “Cero pesetas me llevé. Si hubiese sido olímpico, La Caixa me habría ingresado 2,4 millones de euros al cumplir 50 años. Seguíamos siendo los grandes olvidados. Toda mi vida he luchado por nuestros derechos y aún me arden las tripas cuando en eventos hay muchas corbatas y pocos deportistas. Hay que recordarles constantemente que también estuvimos allí”.
Tras Barcelona’92 pasó del oasis al desierto, pero nunca claudicó. Tuvo que buscar en la empresa privada lo que las instituciones públicas no le facilitaban. “No existía el mecenazgo y fui pionero a la hora de llevar en la camiseta patrocinadores que cubrían mis necesidades. Me costó mucho tener un buen equipo detrás con entrenador, fisioterapeuta, psicóloga y osteópata, así como el mejor material y grandes condiciones para entrenar”, comenta. Eso se reflejó sobre el tartán, ya que durante ocho años estuvo imbatido, ningún rival fue capaz de arrebatarle el trono hasta el 2000. Solo tuvo una mácula, un abandono en los 1.500 metros en los Juegos de Atlanta’96 que casi le cuesta un gran disgusto.
Doblete dorado en Atlanta
“Había ganado ya el oro en los 5.000 metros y por ese afán de engordar el medallero español me inscribieron en una prueba que no entraba en mis cálculos porque a los cuatro días tenía la maratón. Dije que iba a dar una vuelta y me retiraba, pero lo hicimos tan mal que cantó mucho y por megafonía nos dijeron a mí y a José Manuel Fernández Barranquero que nos habían descalificado de los Juegos por violar el código ético. Es una triquiñuela habitual y si hubiese corrido, quizás habría arañado una medalla. El Comité Paralímpico Español (CPE) tuvo que trabajar en los despachos para poder estar en la maratón, en la que había enfocado toda mi preparación”, añade.
En la distancia de Filípides se impuso con solvencia tras aventajar en 12 minutos a otro español, Joseba Larrinaga. “Lo pasé muy mal, perdí un par de avituallamientos por la dificultad que tengo para coger los botes y la humedad me mermó. Los tres últimos kilómetros fueron una agonía, me quedé sordo y ni siquiera oía el ruido de la moto que llevaba la cámara y estaba a mi lado. Llegué deshidratado y haciendo zigzag por la pista del estadio”, cuenta. Esa victoria reforzó aún más su condición de figura del atletismo. “Los resultados me acompañaron en unos Juegos que defraudaron en cuanto a organización. Lo peor que llevé fue la comida, era horrible la que servían en la villa, que olía una peste a fritanga. Aunque no era un menú muy sano, me alimenté con alitas de pollo y pizzas que vendían en las cercanías”, confiesa.
Era el ‘rey Midas’, todo lo que tocaba lo convertía en oro, hasta que llegó Sídney 2000, donde sintió una liberación porque la etiqueta de favorito le suponía estrés y un desgaste psicológico. “Tenía unas ganas tremendas de que me superasen, aunque hubiese preferido que fuese en otro campeonato. Me gané el respeto, pero también me convertí en carnada para mis rivales, me querían cepillar”, matiza. Aquellos Juegos fueron especiales porque portó la bandera de España en la ceremonia de inauguración: “Era un orgullo desfilar como abanderado, ahí sentía que ya tenía mi primera medalla, eso me dio un plus para disfrutar de la competición”.
Se colgó la plata en los 5.000 metros y luego, aquejado de una contractura en el bíceps femoral, hizo un alarde de inteligencia y sangre fría para coronarse en maratón. “Funcionó el espionaje deportivo, ya que un atleta polaco, Waldemar Kikolski, que era políglota y hablaba castellano, me sacó información sobre mi lesión y le dijo al resto de participantes que yo estaba tocado. Eso me obligó a salir de farol, marqué el ritmo para que viesen que estaba bien, pero a raíz del kilómetro 13 mis adversarios tiraron como locos sabiendo que estaba lesionado. No les respondí y llegaron a sacarme casi dos minutos”, expresa.
Rey del maratón en Sídney
Cuando todos pensaban que había dilapidado sus reservas e iba a desfondarse, apretó los dientes y continuó corriendo con el mismo empuje para recuperar terreno. “En una subida hice un cambio de ritmo y me marché. A falta de cinco kilómetros sufrí una microrrotura y tuve que parar. De ahí hasta la meta corrí con una pierna y la otra arrastrándola. Sentí un alivio al ganar, una satisfacción pisar de nuevo lo más alto del podio”. Su última medalla paralímpica fue en Atenas 2004 con una plata en 5.000 metros, mientras que en Pekín 2008 quedó undécimo en maratón. “Llegué al país 18 días antes de la prueba, no sabía cómo matar el tiempo, estaba fundido mentalmente. Fue un error del CPE por no contar con un equipo de psicólogos y eso me afectó, porque si hubiese viajado solo una semana antes, no habría vuelto a casa con las manos vacías”, lamenta.
En China se despidió de la alta competición y se volcó con los más jóvenes en el Club de Atletismo Adaptado Javi Conde, que había fundado unos años antes. “Es un centro en el que tenemos a 60 chicos y chicas con todo tipo de discapacidades, y cuya filosofía es la de ser cada día más rápidos y competitivos. No vienen a echar la tarde, queremos que se lo pasen bien, pero sufriendo en cada carrera, a todos les exigimos que den lo máximo. Estamos consiguiendo ser una referencia a nivel estatal, hemos sido campeones de España en cross y en pista”, destaca. Y como no es capaz de entender la vida sin hacer aquello que más le apasiona, en 2010 se embarcó en una aventura ambiciosa y solidaria, correr una maratón en todas las ciudades que han sido sede de los Juegos Olímpicos y Paralímpicos.
“Cuando me retiré me sentía en deuda con la sociedad, quería ayudar a la gente y puse en marcha este reto para devolver una parte de lo recibido”, indica. En 29 etapas donó casi 220.000 euros a unas 150 ONGs. “En algunas pasé una odisea. En Los Ángeles se me perdió el dorsal justo antes de salir y no me explico cómo lo encontramos ante 30.000 corredores. En México iba con 38 de fiebre y evacuando por todas las esquinas, pero lo acabé. Es algo difícil de repetir por las dificultades que tuve y sin estar avalado por las instituciones”, añade.
En los últimos años también ha corrido los 42.195 metros en algunos de los lugares más emblemáticos de Vizcaya como el Puente Colgante de Portugalete, en la cueva de Pozalagua, por un túnel bajo la ría de Bilbao, en la ermita de San Juan de Gaztelugatxe, en la mítica gabarra del Athletic dando 1.313 vueltas o alrededor del árbol de Guernica. Lleva 46 maratones y unos 200.000 kilómetros en las piernas, en el corazón y en la cabeza. Personificación del talento y del esfuerzo, el brillo que Javi Conde conserva en los ojos cuando recuerda las grandes pruebas es el de un atleta competitivo, versátil, inconformista y adelantado a su tiempo, que ha sabido reinventarse día a día para lograrlo todo en su carrera deportiva.