Carmen Riu, la primera medallista paralímpica española
La nadadora catalana inició el camino del éxito en la historia española de los Juegos Paralímpicos al colgarse dos medallas de plata en 1968 en Tel Aviv. Su rebeldía marcó su retirada siendo todavía muy joven, pero ella no ha dejado de luchar por lo que cree ni un solo día.
Jesús Ortiz García
@JesusOrtizDXT
16 de abril de 2020, 10:00
Tel Aviv, 1968. Una ciudad militarizada y con aire posbélico. Los vehículos blindados y las tropas de soldados patrullaban sus calles. Apenas un año antes el ejército israelí había tumbado a la coalición árabe entre Egipto, Siria y Jordania en la Guerra de los Seis Días. En un intento de lavar su imagen y como festejo del 20 aniversario de su independencia, Israel se ofreció a acoger los Juegos Paralímpicos, después de que México desistiera de su organización. Era la tercera edición de las denominadas Olimpiadas para Minusválidos, auspiciadas por el doctor alemán Ludwig Guttmann, bautizado por el papa Juan XXIII como el Pierre Coubertin «de los discapacitados».
Fue la primera vez que España enviaba una delegación a los Juegos, encabezada por Guillermo Cabezas, uno de los impulsores del deporte adaptado. El equipo español, procedente de la Asociación Nacional de Inválidos Civiles (Anic), estaba compuesto por nueve hombres y dos mujeres. Una de ellas era Carmen Riu Pascual, de 17 años, que no era consciente de la gesta que había firmado en Tierra Santa. Con dos medallas de plata, la nadadora barcelonesa escribió el primer capítulo de la historia de España en los Juegos Paralímpicos. Un logro que pasó desapercibido por el desconocimiento de la sociedad.
«Mujer y discapacitada, éramos inservibles para la gente. Nos trataban diferente, nos veían como bichos raros. El carnet de identidad ya nos marcaba, en nuestra profesión ponía inválidos. Para la sociedad no valíamos nada, nos miraban como si fuésemos a infectarles algo. Era muy difícil para nosotros, teníamos que superar muchas barreras», asevera la barcelonesa, víctima de la poliomielitis desde los siete años, una epidemia que afectó a la población infantil española entre 1950 y 1964, año en el que el franquismo empezó a dar la vacuna pese a que se inventó una década antes.
Carmen Riu tenía afectada las piernas y se desplazaba en silla de ruedas. Los médicos recomendaron a sus padres la natación como medio de rehabilitación. «Pasábamos los veranos en la playa de Castelldefels y me hacían nadar siete kilómetros diarios. Y en invierno me llevaban a la piscina del Club Natació Catalunya, donde tenían que pagarle a un monitor una hora porque al ser discapacitada no me dejaban nadar con el resto de niños. Así estuve durante ocho años», relata. Después formó parte del club deportivo que fundó la ANIC (más tarde Instituto Guttmann) y entrenaba en una piscina municipal los sábados.
«Nos dejaban la piscina pequeña de los niños y nos apagaban las luces para que nadie se percatase de que estábamos allí entrenando. Un día me preguntaron si quería ir a los Juegos de Israel, no sabía lo que eran, pero quería vivir la experiencia», cuenta. Sin apenas preparación, instalaciones, material ni ayuda económica, Carmen y sus compañeros aterrizaron en Tel Aviv cargados de ilusión. «No nos prepararon ni mentalizaron para este evento, nos llevaron por probar. No tenía ni idea de cuáles eran mis marcas, así que solo pensaba en no quedar última en la competición», confiesa.
En un barracón militar
Separados por sexo, los deportistas se alojaban en un barracón militar. «Dormíamos juntas chicas de algunos países en grandes tiendas de campaña», apunta Carmen, quien recuerda con cariño la ceremonia inaugural en el Estadio Universitario de Jerusalén ante 10.000 espectadores. «Ensayamos el desfile marcando el paso con la silla de ruedas, fue muy emocionante, hicieron un gran espectáculo, los hebreos querían quedar bien y mostrar que eran personas civilizadas. Íbamos uniformados, nosotras con una falda y los chicos con un pantalón gris, y una chaqueta azul oscuro. Aún conservo la ropa», asegura.
Tras unos días de entrenamientos le tocó competir. «A Rita Granada y a mí no nos acompañaba nadie del equipo. Un camión del ejército nos trasladaba a la piscina y los soldados, como no sabíamos inglés, nos decían a través de signos qué prueba nos tocaba nadar», recalca. En la primera prueba ganó una plata en 50 metros braza y pocas horas después otro metal del mismo color en 50 espalda. «No se usaban marcadores electrónicos, era cronómetro manual y me ganaron por cuatro décimas», comenta.
Después de subir al podio se guardó las preseas, le daba vergüenza llevarlas colgadas. «Cuando nos reunimos con el resto del equipo, el señor Cabezas -presidente de la recién creada Federación Española de Deportes para Minusválidos (Fefm)- no se creía que había ganado dos medallas, me dijo que las sacara y las mostrara para que nos hicieran fotos. En las siguientes jornadas Miguel Carol también ganó una plata y un bronce», añade. Una vez terminada su participación, Carmen y Rita visitaron ciudades como Jerusalén, Haifa o Belén, guiadas por un militar.
«Era un teniente sefardí, hablaba castellano antiguo y nos hacía de guía. Por las calles había muchos soldados y recuerdo que no paraban de sonar las alarmas para hacer simulacros y saber cómo esconderse en refugios en caso de bombardeos. Era muy frecuente que árabes e israelitas se apuntaran con las armas, pero al ser tan jóvenes, éramos muy inconscientes de lo que pasaba. Hasta que un día nos llevamos un buen susto. Íbamos de paseo y varios árabes en un camión empezaron a discutir con nuestro guía, pretendían cambiarnos a las dos por una vaca», dice entre risas.
Una efímera carrera como nadadora
En los años siguientes brilló en campeonatos de España y sumó varias medallas de plata en los Juegos Internacionales de Stoke Mandeville (Gran Bretaña) y en el Mundial de Saint-Etienne (Francia), pero su carrera como nadadora fue efímera. Lo dejó tras disputar sus segundos Juegos Paralímpicos, en Heidelberg 1972 (Alemania), un acontecimiento que debió celebrarse en Múnich, pero la organización vendió los apartamentos de la Villa Olímpica y el evento se trasladó a más de 250 kilómetros. Un hecho que no gustó nada a la pionera española.
«Gané el oro en 50 espalda, pero no quise la medalla y cuando me la iban a entregar la tiré al suelo como protesta, por eso no aparece en las estadísticas, intentaron taparlo. Con 21 años me retiré de la competición. No me parecía bien el trato que nos daban con respecto a los olímpicos, competíamos en instalaciones distintas», lamenta. Esa personalidad volcánica y espíritu luchador ha sido su arma para derribar obstáculos en sus 68 años. «El deporte me ayudó a ver la vida de otra forma, demostré que valía para algo. Pude haber ganado más medallas, pero no me arrepiento, he hecho otras cosas importantes», aclara.
Durante 30 años ejerció como profesora de psicopedagogía, fue representante de mujeres de Cataluña en las Naciones Unidas y miembro del Consejo de Europa en Mujer y Discapacidad. Desde 2003 preside la Asociación Dones No Estàndards, en la que trabajan por la inserción laboral y por la erradicación de la violencia de género contra las mujeres con discapacidad. «Nos han puesto muchas barreras y siempre intenté hacer justicia por nuestra dignidad. Para sobrevivir había que poner los puntos sobre las íes, decidí rebelarme contra mi destino, de lo contrario, me habrían seguido tratando como a una basura», apostilla Carmen Riu Pascual, la primera medallista española en unos Juegos Paralímpicos.